6 feb 2009

EL DEBATE SOBRE EL TEMA PALESTINO


06/02/2009


Filosofía y ejército

En el debate sobre Gaza entran en juego la lucidez de la condena a la destrucción del pueblo palestino, el reconocimiento de la fuerza oscura de la historia y la capacidad filosófica de una paz que no sea meramente bienintencionada.

 Por Horacio González *

A finales de la década del 40, Menajem Beguin escribió un libro, Rebelión en Tierra Santa, que en la Argentina fue leído con fruición por personas y grupos políticos destinados a no coincidir en ninguna otra cosa. Me refiero a Rodolfo Walsh, por un lado, y al grupo político del peronismo ortodoxo llamado Guardia de Hierro, por otro. En ambos casos, esas memorias de Beguin habían sido leídas con apasionamiento. Se trataba del implacable jefe de un sector de las fuerzas armadas insurrectas y clandestinas de Eretz Israel, el Irgún, uno de los antecedentes del actual ejército israelí. Modesto pero vivaz escritor, Beguin desplegaba una crónica de la “lucha por la liberación nacional”, a la que alternativamente llama Rebelión o Revolución. Se trataba también de “la construcción de la Nación”. Una nación errante, según dice, que había deambulado de país en país, por dos mil años.

El libro está repleto de alternativas y casos propios de la lucha de las guerrillas del siglo XX. Los árabes son el trasfondo difuso, un “tercer factor” en penumbras, a los que por momentos se los se ve aliados a Gran Bretaña y a los que por eso mismo hay que combatir, en tanto componían una coalición “británico-árabe”. Los ingleses son nombrados como “el poder de ocupación” o “los enemigos de la Liberación”, un lenguaje que por la misma época –las diferencias las sabemos, veamos las resonancias semejantes que hacen eco en nuestra memoria– mantenía texturas homólogas a las que practicaba Raúl Scalabrini Ortiz.

Sin embargo, en Palestina, pocos años antes, había sido diferente. Eran tiempos en que los ingleses tenían como aliados a los futuros combatientes judíos. El ejército israelí se estaba amasando lentamente en las brigadas judías que el ejército inglés organiza al principio de los años ’40, en los últimos tramos de la guerra contra el nazismo. Ya existía una denominada “cuestión árabe”, a la que en su momento se le había destinado la política la Havlagá, la “autorrestricción”. El inexorable Beguin la cuestionará. Con ese nombre, se trataba de no atacar o no responder con represalias específicas a los grupos árabes que operaban militarmente en la zona. Tema crucial y hoy impensable. Principalmente la Haganá, el otro gran sector partisano israelí y a la que le decía algo la palabra socialismo, en aquella oportunidad y en un breve lapso, se propuso “autocontenerse” respecto de los ataques de los grupos árabes de la región. En la historia militar del siglo XX, otro ejemplo inusitado de la misma índole llama la atención. Es el del mariscal Rondón, militar brasilero considerado héroe de la educación en Brasil por el gran antropólogo Darcy Ribeiro. Al mando se sus soldados en la expedición a Rondonia –esa región tomaría su nombre—, Rondón los instruye en la máxima socrática: es justicia no proporcionar violencia, siendo preferible recibirla. Rondón atravesaba la Amazonia con su pequeño ejército, zonas en ese entonces inexploradas, hogar de desconocidas comunidades indígenas que una década después serían recorridas, siguiendo el mismo itinerario de Rondón por Claude Lévi-Strauss, menos inspirado por Sócrates que por la filosofía oriental.

Retomemos a Beguin. Luego, muchos de aquellos mismos sectores árabes, según se lee en Rebelión en Tierra Santa, formarían parte de una estrategia inglesa para contener la insurrección guerrillera del “ejército de las sombras”, que sería el brazo armado del futuro Estado israelí. Había entonces que combatirlos o disuadirlos. Con este trasfondo, el libro de Beguin retrata la vida del combatiente furtivo. El que desplaza en medio de imprentas secretas, reuniones sigilosas, contrabando de armas por túneles y expropiaciones al “enemigo inglés”. En ese intenso período de acciones clandestinas, los combatientes armados volaron el hotel Rey David en Jerusalem, sede el comando inglés –con numerosas víctimas, aunque se había enviado un aviso—, la estación de ferrocarril de Ramalá e innumerables objetivos en todo el mundo, inclusive la embajada británica en Roma.

Un arma antitanque llamada Piat, inglesa, es capturada. “Aquel Piat inglés y aquellas pocas granadas del mismo origen se habían convertido en hebreas.” Muchos de estos párrafos recuerdan las reflexiones de León Trotsky, en su Autobiografía, uno de los escritos políticos, militares y morales más importantes del siglo XX, quien presenta el problema militar soviético como el de una herencia técnica del ejército anterior, incluso con sus oficiales zaristas, si decidieran cruzar la trinchera. Esos combatientes, ¿eran terroristas? Es el tema moral permanente de Rebelión en Tierra Santa. Para Beguin, no era posible confundir el “terror” con una “guerra revolucionaria de liberación”.

Por más que intentemos separar situaciones, en estos relatos hay un lenguaje demasiado familiar, un ensordecedor retumbo enclavado en las lenguas que alguna vez escuchamos o balbuceamos. Es el aire de familia de las luchas de liberación, el de las revoluciones nacionales y el hombre clandestino armado. Supongo que los hermeneutas de Guardia de Hierro gozaban al reconocer un lenguaje que podía ser de todos nosotros o de toda una época, en ese notorio militante sionista, discípulo de Jabotinsky y Herzl. Era el lenguaje del hombre subrepticio con su fusil, del militante clandestino de la era de las naciones. Que a la vez escribe sus memorias, muestra una determinación militar absoluta y reflexiona sobre la muerte. Beguin comenta un célebre párrafo de El manifiesto comunista, respecto de que en la lucha no hay nada que perder, sólo las cadenas. ¿No sería demasiado pedirles ese sacrificio a los pueblos o a los combatientes? Sin embargo, Beguin acepta finalmente que la lucha es a muerte y hay que estar dispuesto a perderlo todo.

Podemos entonces conjeturar, como ejercicio de buceo en los caprichos de nuestra memoria lectora, cómo habría sido examinado este libro impresionante por Rodolfo Walsh. Es que en Rebelión en Tierra Santa están insinuadas claramente las formas del actual conflicto y las que tenía cuando Walsh visita esas tierras en los años ’70. El lenguaje del libro es el de los combatientes que se mueven en la ciudad “como pez en el agua”; la determinación es la de los ejércitos misionales. Pero Beguin no guarda entonces ni guardará después ninguna condescendencia con los árabes. En todo momento, detrás de la lucha de liberación nacional contra los ingleses está la sombra árabe a la que habrá que combatir. No tiene ninguna esperanza de una composición en esas tierras que no sea, primigeniamente, el establecimiento de una Nación Hebrea. Para eso han empeñado la Guerra de Liberación Nacional, y el enemigo visible, en ese momento específico, no era otro que una de las potencias vencedoras de la guerra mundial.

Rodolfo Walsh utilizará varias citas de este libro, en su escrito de 1974 sobre la resistencia palestina, como enviado del diario Noticias. Como es obvio, Walsh es severísimo con Beguin, al que percibe, en tanto producto del conjunto de la política estatal israelí, como un entusiasta propiciador de masacres. Como remate de su escrito, el autor de Operación masacre cita a Moshe Menuhin, el padre del violinista Yehudi Menuhin, un destacado pensador judío antisionista, quien había escrito: “En lo que a mí concierne mi religión es el judaísmo profético y no el judaísmo-napalm”. Era un jasidim, como de alguna manera lo habían sido Martin Buber y otros antisionistas que mantenían un judaísmo de humanistas filosóficos. Era el caso, quizá, de Hannah Arendt, aunque ésta y Buber no coincidirían finalmente en un tema conmocionante, la posibilidad de que Israel, con su Estado armado, complementara en sus pesadillas circulares las conductas que eran propias del nazismo. Difieren ambos en la resolución postrera que adquiere el enjuiciamiento a Eichmann en Jerusalem. Asordinada, ya estaba la discusión que ahora nos estremece, tratada por los mismos sabios judíos, y que nada serviría fuera de esa consternación espiritual. Si no está colmada con el lenguaje desvelado que corresponde, para recrear una conciencia contemporánea con mayores cuotas de lucidez ante el drama de Palestina, es mera ociosidad equiparante. Víctimas y victimarios, roles inciertos de la vida histórica, en vez de ser una interrogación para todos los hombres del universo, se transformaría en un tema de ocasión para la diatriba al paso. Debemos salir de eso, pues para desarmar la infinita matanza debemos considerar que todos podemos confirmar el sueño terrible de ser el reverso de lo mismo que criticamos.

A mediados de los años ’20, el coronel T. E. Lawrence (“Lawrence de Arabia”) escribió un libro de guerra con la sabiduría de un arqueólogo, el capricho magistral de un aventurero del desierto y el esteticismo exquisito de un guerrero que buscaba investigar en un tipo sutil de violencia, la de la transmutación del yo personal a través de refinadísimas intimidaciones espirituales. Para George Bernard Shaw, ese libro –que se llamaría Los siete pilares de la sabiduría– lo convertía a Lawrence en el más importante escritor en lengua inglesa, mayor incluso que los del círculo de Bloomsbury. Comandó legiones árabes para combatir a los turcos en la primera Guerra Mundial, tomó Damasco y llegó a participar de los tratados de Versalles, lamentando como compungido aristócrata su propia gesta heroica, que le recordaba el hecho aciago de servir a dos amos, al Foreign Office y al rey Feisal. No escapó a un ramalazo de seducción que el nazismo pudo ejercer sobre él en sus inicios. Actuó en la misma zona de ocupación inglesa que veinte años después será la sede del relato bélico de Beguin.

Estos dos libros, Los siete pilares de la sabiduría y Rebelión en Tierra Santa, hay que leerlos ahora en conjunto. Son lecturas “argentinas”. Beguin es tajante y atroz, bruscamente redentor y autosuficiente. Lawrence es autodestructivo, busca transmutar y aniquilar su “personalidad inglesa”. Los árabes de Lawrence son sensualmente misteriosos. No son los de Fanon. Este podría ser criticado porque su planteo de liberación implicaba un tipo de violencia existencial sartreana, “europea” aunque negara a Europa. Mientras, los árabes de Beguin surgen brumosos, amenazadores, objeto de disuasión o represalia, un tratamiento que anticipa el desastre. Pero todos estos escritos arrojan resonancias conocidas, contienen una perenne filosofía de la guerra que se separa si la vemos al trasluz de sus proyecciones ideológicas, pero se conjuga si la vemos apta para discernir el perfil trascendental del hombre armado, el militante y su sacrificio, el militante y sus creencias. Esto es, la nación que hay que crear, librar de la opresión o dejarla en el umbral o la disposición de practicar otra opresión. Terrible tema, tanto más inextricable si se presta a la trinchera de banales equiparaciones. Lo que hay, en cambio, es el fantasma reversible de la historia, que si no lo reconocemos en su fatídica tentación circular, no nos provee la eficacia y eticidad necesarias para denunciar las masacres ni nos permite comprender que el destino de la víctima no es tornarse en la futura culpable.

Para Sartre, Lawrence era una figura sugestiva. Para Hannah Arendt es un ser atormentado por la época: “Nunca un hombre tan bueno había cumplido tareas tan comprometidas con la condición siniestra de los servicios secretos occidentales”. Leído en la Argentina por el grupo de la revista Sur, Victoria Ocampo también consagrará al tortuoso coronel como un héroe literario. No tan de pasada, toma su filosofía militar para contrastarla con la del peronismo. Lawrence pertenecía a un ejército imperial cosmopolita, que dominaba zonas para mimetizarse literariamente con los pueblos dominados y llevarlos a su secreta realización. Se diferenciaba del ejército alemán, con su “cosmovisión nacional, la nación en armas”. Esta última era la materia del peronismo originario.

El fecundo y recordable escritor egipcio-palestino Edward Said, en la cumbre de sus años y de su notoriedad académica, había elegido una imagen suya para difundir, arrojando piedras de la Intifada junto a un grupo de jóvenes palestinos. Said consideró a Lawrence uno de los tantos casos en los que fluía la falacia de una visión “orientalista”. Con ella traducía una idea de dominación simbólica sobre los pueblos árabes. No necesariamente seguiríamos a Said en este razonamiento. Creo que Borges roza muy bien, y mejor, el tema de Lawrence en su “Deutsches requiem”, escrito en 1949. Es la historia del intelectual nazi Otto Dietrich Zur Linde, subdirector de un campo de concentración y lector de Nietzsche, que mata al poeta judío David Jerusalem, “porque era una zona detestada de mi propia alma”.

Leer es un insondable acto interpretativo, una tregua voluntaria de la vida corriente en nombre de una pepita de oro, que no es la “ilustración” ni “la moral edificante”, sino la posibilidad de llegar a la cruda verdad de una época. En el debate que nos sacude sobre Gaza, guardémonos de la facilidad de decir cosas –está en juego la lucidez de la condena a la destrucción material y simbólica del pueblo palestino—, que no se originen en el reconocimiento de la fuerza oscura de la historia y en la capacidad filosófica de una paz que no sea meramente bienintencionada. ¿Qué entonces? Quizás una palabra amasada en la fuerza de ruptura con las equiparaciones imaginarias que están al acecho. Quizás un socratismo que no se intimide por la violencia pues su misión es detenerla. Y que, frente a los ejércitos, les arroje la piedra vigorosa que los obligue siempre a autocontenerse.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

3 feb 2009

TRANSFORMAR LAS POLÍTICAS SOCIALES

03 Feb 2009

POLÉMICA EN SERIO: ¿QUÉ HAY QUE DECIR?, ¿QUÉ HAY QUE CALLAR?

Blog de Nelson Nogar

Transformar las políticas sociales

José Luis Coraggio *

Los gobiernos pasan y se sigue actuando como si la política social fuera la cara pública que mira a la pobreza y atiende a los reclamos audibles de los pobres, mientras la política económica es la otra cara, la que mira a la riqueza y negocia con los ricos en silencio.

Otra concepción indica que la política social y la económica deben converger en una política socioeconómica participativa, que construya una sociedad vivible y deseable. Hoy ni los pobres ni los ricos son llamados a participar ni dicen todo lo que pueden decir en la esfera pública. Unos por silenciados y chantajeados con la amenaza de situaciones aun peores, otros porque los medios hablan (o callan) por ellos y porque sus intereses son inconfesables.

No podemos seguir atribuyendo todo los males a la dictadura y al menem-cavallismo. En su conjunto, coherentemente, la política pública (con vacas flacas o gordas) ha seguido generando una sociedad de ricos exitosos cada vez más ricos y de masas estigmatizadas de pobres y excluidos, y los sostiene juntos pero cada vez menos mezclados. La desigualdad aumenta y la pobreza estructural se reproduce y profundiza por la misma inercia de la destitución intergeneracional y la baja calidad de los bienes públicos de acceso universal.

Aunque su nombre podría inspirar otras ideas, la política social no está siendo una política que construye sociedad, sino una que hace que esta misma sociedad fatalmente desigual e injusta aguante con remiendos las tensiones de la fragmentación y las amenazas a la gobernabilidad por la latente rebelión de las mayorías sin esperanza.

Su eficiencia consiste en lograrlo con el menor costo posible, otra muestra de la penetración de la lógica economicista en la política social. La política se está convirtiendo en el arte de calcular cuánto podrán aguantar los pobres y excluidos para operar en esa cornisa de gobernabilidad (claro que, cuando toca ser oposición y sólo se produce discurso, suena distinto).

En todo caso, tanto para el poder político como para el poder económico, la amenaza creíble del hambre es una condición de su reproducción (¡cómo explicar, si no, la complicidad con el clientelismo o la protesta de los empresarios porque el Plan Jefas y Jefes los dejaba sin trabajadores!).

No puede entenderse la creciente pobreza de las mayorías sin el creciente enriquecimiento de los menos. No hay otra explicación de por qué hay hambre y pobreza masiva en la Argentina, cuando podría resolverse sin un costo fenomenal medido en ingreso.

Los equilibrios políticos se han venido asociando a los equilibrios macroeconómicos y la acumulación de reservas para cuidarlos (la utilidad e inteligencia de la Caja es innegable). Los valiosos análisis del grupo económico de Carta Abierta o del Plan Fénix son progresistas, luchan contra el neoliberalismo. Pero comparten un supuesto que habría que debatir: se basan en la creencia de que el sistema de mercado capitalista, regulado desde el Estado, proveerá una sociedad justa.

Nada hace plausible esa hipótesis si no se construyen las condiciones políticas que requiere. En una economía global de mercado, lo que el Estado nacional periférico puede hacer manipulando parámetros es limitado. Incluso la acción simultánea de varios Estados centrales no pudo parar una movida especulativa del capital financiero y de hecho las probabilidades de avanzar realmente en Unasur están fuertemente limitadas por el inmediatismo político de los partidos gobernantes. Las recientes acciones de los Estados del centro tampoco implican un regreso a los años dorados, sino una vuelta más del torniquete que el capital le pone a la sociedad. Salvar al capital y sus instituciones aparece como la condición para “salvar” apenas a los integrados al sistema de mercado.

La teoría del derrame que todo esto supone (lo que es bueno para el capital revierte por goteo en los trabajadores) fue descalificada oportunamente por el mismísimo Robert Mac Namara cuando se hizo cargo del Banco Mundial. No sólo no funciona sino que lo opuesto es verdad, decía: el desarrollo económico se genera de abajo hacia arriba. Pero plantear una opción entre “de abajo arriba” o “de arriba hacia abajo” es solo invertir una flechita abstracta cuando la estructura de poder permanece intocada. La economía es una actividad que produce y reproduce sujetos sociales y políticos que combinan de diversas maneras el arriba y el abajo, cosmovisiones, derechos y responsabilidades, valores morales.

No genera los mismos sujetos sociales la inútil y tan festejada actividad de cavar y tapar pozos que arar y sembrar la tierra, ni limpiar hasta el cansancio las calles de la ciudad como trabajo comunitario que asumir una empresa recuperada. Ni la exportación a paladas de nuestras montañas, tierras y equilibrios ecológicos que su transformación racional por una industria integrada para el mercado interno.

No es lo mismo hacer obras de infraestructura que faciliten el transporte de mercancías del capital global a través de un canal interoceánico que construir caminos y sistemas de riego rurales, ni invertir en el irracional sistema de transporte basado en los intereses corporativos del sector automotor que en los ferrocarriles al servicio de las economías regionales. No es lo mismo mejorar la competitividad de algunos trabajadores (capacitación individual en oficios) que propiciar la mayor participación de los colectivos de trabajadores en el Estado y las empresas, la autonomía del trabajo organizado, el desarrollo de la capacidad de autogestión y empresa de los trabajadores cooperantes.

No es lo mismo jugar a los microemprendimientos (a lo que se ha reducido la política de “economía social” para el Gobierno) que propulsar con políticas socieconómicas integrales el desarrollo de sistemas productivos regionales, redes de productores en cooperación reflexiva, vinculaciones entre producción y necesidades priorizadas por comunidades políticas democráticas. No es lo mismo exportar alimentos y cuidar el abastecimiento de la demanda interna existente que redistribuir tierra, agua y crédito y generar redes solidarias de autoabastecimiento alimentario que alcancen a todos. No es lo mismo encuadernar un listado de proyectos de infraestructura atendiendo a los intereses del gran capital y los caciques locales que tener una estrategia de desarrollo nacional.

Construir otra economía no se logra creando una economía pobre para pobres, sino que supone, como política pública, articular economía, política y sociedad, reconociendo que ni el Estado ni el mercado nos pueden sacar por sí solos de esta crisis de la vida en sociedad, convocando con credibilidad a la efectiva y consciente participación de sujetos múltiples y diversos, organizaciones formales y redes informales, dirigentes sociales y comunidades, intelectuales, técnicos, maestros, médicos, empresarios y trabajadores organizados y no organizados.

Supone no bloquear sino facilitar que se constituyan sujetos locales, regionales, nacionales, alrededor de proyectos intergeneracionales que impulsen la mejor calidad de vida aspirable, movilizando cooperativamente sus recursos y capacidades y demandando con autonomía lo que legítimamente se requiere para ejecutarlos con responsabilidad. Propiciar la formación de alianzas progresivas que pongan límites éticos a la tasa de ganancia ilimitada y la destrucción del medioambiente, limiten la especulación y favorezcan la producción, propugnando una racionalidad fundada en objetivos sociales trascendentes antes que en ocultamientos e intereses inmediatos inconfesables.

Armar sistemas productivo-reproductivos donde no existen, cambiar valores del egoísmo a la solidaridad es difícil y suele considerarse utópico. Pero si el progresismo se limita a diseñar políticas macroeconómicas para ser aplicadas desde arriba, dejando al libre juego de fuerzas actuales el reparto de sus resultados y a lo sumo remendarlo con alguna redistribución marginal de ingresos, no salimos de la misma economía periférica dependiente, aunque podamos hacer importantes gestos de soberanía. Si no intentamos lo difícil, habrá que preparase para vivir en (o lo más lejos posible de) las catacumbas.

El pragmatismo realista es mortal para muchos. Para al menos un cuarto de los argentinos no hay manera de integrarse a este modelo, lo regulemos como lo regulemos. Las políticas del régimen actual han mostrado hasta dónde puede llegarse sin salir del modelo. Queda poco o ningún margen y ya comienza a verse la fatalista inclinación al poder monopólico políticamente amigo y a los aparatos políticos que minimizan riesgos. No habrá pleno empleo con salarios decentes, menos aún sostenidos a lo largo de la vida con seguridad social, sobre la base de esta estructura productiva, de esta pobreza de bienes públicos, de esta alienación entre la ciencia y la sociedad, de este manejo clientelar que reproduce en la economía los mismos sujetos corporativos que nunca reconocieron que sin democracia no se construye democracia.

Otra economía capaz de sustentar otra sociedad requiere otra política social y otra política que permita la formación de nuevos sujetos sociales con suficiente autonomía para dar forma y fuerza a otros proyectos de vida. Se trata de construir entre todos otra economía a partir de esta economía mixta con dominancia capitalista. Fortalecer y complejizar la economía nacional, proporcionar recursos productivos (tierra, conocimientos, crédito, capacidad político-técnica para organizarse con libertad sindical, cogestionar y autogestionar) a los trabajadores potenciales y vincularlos directamente con las necesidades insatisfechas de millones de argentinos.

Esto no es exclusivo para pobres, debe incluir a los sectores de clase media (profesionales, técnicos, pequeños y medianos empresarios) que se ubican de este lado de la línea divisoria político-ética, superando la lectura mecánica de su interés inmediato estrechamente entendido, como si la calidad de la sociedad no afectara su calidad de vida o su posibilidad de desarrollo.

* Economista, director de la maestría en Economía Social (UNGS).